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Reporte de la semana

2018-03-21 00:00:00

Siete películas alternativas para Semana Santa 2018

Por Pedro Paunero

“Siempre, cuando abandonéis la ausencia de anhelos del desierto, y que vuestros dones os hayan conducido a la altura suprema, siempre seréis de nuevo precipitados desde el éxito del abuso, devueltos al desierto”

Arnold Schönberg. Moisés y Aarón

El listado de este año incluye algún título extravagante, otros como ejemplo de experimentación y cine de arte, mostrando las otras formas de la experiencia religiosa, o la forma en que los directores, guionistas y hasta los actores, experimentaron la religión y supieron representarla en la pantalla. El repaso comprende películas que abarcan varios géneros y maneras de hacer cine, desde el Western crepuscular (en su vertiente psicodélica y desquiciada), el cine de corte social que distorsiona la realidad en pos de la denuncia, el documental que ilustra el sincretismo que el cristianismo ha sabido aprovechar en su labor de evangelización, hasta la ópera póstuma e inacabada que Arnold Schönberg dedicara a Moisés, su hermano Aarón y uno de los fundamentales libros de la humanidad, el Éxodo bíblico. La mayoría de las cintas escogidas nos presentan la tarea imposible de la comprensión absoluta del hecho divino y sus posibles manifestaciones, resueltas en la interpretación particular de la supuesta “palabra” divina, manifiesta entonces en los verdaderos anhelos, aspiraciones y hasta ambiciones del ser humano con pretexto de Dios, en detrimento de sus semejantes pues, como escribiera Schönberg en una carta al pintor Kandinsky, “todos los mejoradores del mundo han hecho siempre que se derrame sangre”.


Fiestas Cristianas/Fiestas Profanas (José Val del Omar, 1934)

El vanguardista cineasta español José Val del Omar, miembro de las “Misiones pedagógicas”, instituidas durante la llamada “Edad de Plata de las letras y ciencias españolas” que caracterizaron a la Segunda República (1931-1939), rodó varias bobinas en Lorca, Cartagena y Murcia durante los días de la Semana Santa. El material fue conservado durante mucho tiempo por su compañero de andanzas, el fotógrafo Cristóbal Simancas, hasta que se recuperó en 1994 y se restauró por la Dirección de proyectos e iniciativas culturales de la Comunidad autónoma de Murcia.

A las piadosas (y hasta fanáticas) tomas callejeras de arquitectura, procesiones, rostros e íconos religiosos se continúan las de las fiestas de la primavera, la vendimia, los carros alegóricos y las mojigangas: cristianismo y paganismo, en este caso no opuestos, sino complementarios en aras de la conveniencia católica, conservados como documentos de época y, ateniendo a la próxima y cruenta Guerra civil que se desataría muy pronto, patéticas imágenes que testifican sobre una era desaparecida. 


Una pelea cubana contra los demonios (Tomás Gutiérrez Alea, 1972)

El célebre realizador de “Muerte de un burócrata” (1966) y “Memorias del Subdesarrollo” (1968), uno de los grandes representantes del “Nuevo cine latinoamericano”, filma un pasaje histórico, basado en el ensayo “Historia de una pelea cubana contra los demonios”, publicada por el jurista y etnólogo cubano Fernando Ortiz Fernández, sobre el caos desatado por el párroco José González de la Cruz, de la villa de San Juan de los Remedios, cuando decidiera, por motivos egoístas, trasladar la villa a los “Hatos de Cupey”, que constituían tierras de su propiedad.

El libro analiza la lucha, encarnada en una esclava, supuestamente poseída por un “Orisha” africano (según interpretan los otros esclavos) y por una legión demoníaca (según interpreta, o inventa, el párroco), que dividirá a los partidarios del sacerdote, a favor de mover el asentamiento, contra aquellos que se opongan a tan disparatada idea. En la película aparece una población asediada por los continuos ataques piratas y la renuencia de sus habitantes, a pesar del peligro, a trasladarse tierra adentro. El motivo es puramente práctico: sus tierras de cultivo son mejores que las que posiblemente pudieran salvarles. Para el sacerdote, en cambio, cualquier mal que aqueja al pueblo (incluyendo la locura de la mujer del terrateniente, resultado de una violación por parte los atacantes) es consecuencia de la poderosa actividad demoníaca que amenaza la zona.

En el filme se analizan los motivos que llevan a un religioso a la ambición (desde el particular punto de vista izquierdista de su realizador), recubierta por un conveniente matiz supersticioso, para manipular a los grupos sociales aunque, para esto, se valga de un discurso por momentos engorroso y pesado.         


La ira de Dios (The Wrath of God, Ralph Nelson, 1972)

En un impreciso país latinoamericano (habitual y, a veces, adecuado marco geográfico para este tipo de cintas) , sumido en una guerra revolucionaria, luchan juntos un sacerdote y un contrabandista con la intención de derrocar a un tirano en los años 20´s del siglo pasado. En la década de los Westerns crepusculares (en la que se inscribe esta película), que dieron un vuelco hacia la psicodelia, teñidos de violencia catártica y sangre a mares (bien abanderados por el ineludible Sam Peckinpah ), el Padre Oliver Van Horne (Robert Mitchum), recuerda un poco al “Padre del Whisky” de “El poder y la Gloria”, la gran novela de Graham Greene, pero va más allá, pues el personaje enlaza con el clérigo siniestro que interpretara para la obra maestra de Charles Laughton, “La noche del cazador”: su crucifijo es un cuchillo, dentro de la Biblia (hueca) esconde una pistola y, ametralladora en mano, se asocia al irlandés Emmet Keogh (Ken Hutchison), al inglés Jennings (Victor Buono, dueño de unos diálogos hilarantes e ingeniosos) y al pueblo de “Mojada”, en contra del hacendado Tomás de la Plata (Frank Langella), con tal de obtener el indulto de la condena a muerte que pesa sobre ellos. ¿Es Van Horne un antihéroe (que, incluso, no teme arriesgar su vida durante el derrumbe de una mina) o, por el contrario, un simple bandido metido por utilidad propia en una guerra justa? Duda que emparenta al personaje con el de otra cinta, “Los cañones de San Sebastián” (La Bataille de San Sebastian, Henri Verneuil, 1968), la historia de León Alastray  (Anthony Quinn), perseguido por el gobierno virreinal y confundido como sacerdote por el pueblo, en cuya iglesia se ha refugiado, al cual apoya en su pequeña batalla contra Teclo (Charles Bronson), un hombre resentido contra la Corona española y la Iglesia católica, cuyos aliados son los guerreros yaquis, a la vez víctimas y victimarios. 

El rodaje, realizado en México, no careció de incidentes. Rita Hayworth (como la madre del tirano), no lograba recordar sus líneas, afectada por el inicial proceso de la enfermedad de Alzheimer, aunque se creyera, en ese momento, que se debía a que pasaba la mayor parte del tiempo en estado de ebriedad, lo que se nota en los varios cortes abruptos de las escenas en las que aparece y que hoy, a la distancia, resulta conmovedor. Fue su última película. Se cuenta que Nelson tuvo que enfrentarse al hecho de que varios de los actores iban por ahí, drogados y alcoholizados, y que se entregaban de buena gana al sexo. 

Al estar basada en una novela de Jack Higgins, con el seudónimo de James Graham , no se puede culpar a la película de tanto divertido (y sangriento) despropósito cuando su autor dijera, en una entrevista para “The Guardian”, que lo único que quería obtener con la escritura de sus libros era dinero.


Moisés y Aarón (Moses und Aron, Danièle Huillet, Jean-Marie Straub, 1975)

La adaptación de la inacabada ópera del compositor, artista e inventor austríaco de origen judío, Arnold Schönberg, padre del dodecafonismo, se revela como un paradigma todavía más amplio, el de la obra de arte inacabada y que como tal se representa en la película: conservando el tercer acto, que ya estaba escrito, pero para el cual no alcanzó a escribir Schönberg la música. La partitura, que en su original alemán lleva el título de “Moses und Aron”, prescindiendo de la doble “a” del nombre de Aarón, aludiendo al dodecafonismo (doce notas) y a que el gran compositor padecía de triscaidecafobia, es decir, fobia al número trece, es un ejemplo pleno de obra en esa técnica.

El argumento, sostenido por la poderosa “crisis de identidad judía” que padeciera Schönberg, en los años de ascenso del nazismo, cuenta la confrontación entre Moisés (Günter Reich), el profeta, y su hermano Aarón (Louis Devos), el sacerdote, encarnaciones del idealismo intelectual contra la practicidad. Mientras las partes dedicadas a Aarón son cantadas, las partes dedicadas a Moisés se valen del “Sprechgesang”, una interpretación semi cantada y semi hablada, habitual en cierto tipo de manifestaciones musicales alemanas.

Su trasfondo es metafísico. Moisés, que ha marchado a la montaña (donde recibirá las Tablas de la ley), ordena creer en la palabra divina, Verdad trascendente e invisible, a pesar de que el pueblo no pueda tener un acercamiento, más deseable, y corporal a la divinidad. Es el momento en que Aarón manda crear el becerro de oro, entidad fácilmente adorable por un pueblo ávido de manifestaciones divinas concretas y palpables.

Jean-Marie Straub trabajó en el proyecto desde el año 1959, ocho años después de la muerte de Schönberg, fecha en la que propuso a Danièle Huillet su colaboración. Desde entonces, ya casados, ambos cineastas firmarían sus trabajos en conjunto como Straub-Huillet. La inquietud de Straub, por llevar a la pantalla esta obra de Schönberg, residía en su convicción de que todas las anteriores representaciones faltaban al espíritu del compositor, siendo, algunas, meras “abstracciones teatrales” sobre el estado de ánimo de la posguerra, según sus declaraciones, dadas en una entrevista para Pascal Bonitzer, Jacques Bontemps y Serge Daney publicada en Cahiers du Cinéma en los números de julio y agosto de 1975. La película (cine auténtico, no sólo una ópera filmada, donde se pone de manifiesto el estilo muy personal del matrimonio, personajes tomados en planos escorados, odio hacia el contraplano, pasión casi ecológica por el paisaje, movimiento rotatorio de la cámara, un tipo de cine deliciosamente intelectual y alejado de los circuitos comerciales) está rodada al aire libre, por lo cual sus realizadores tuvieron que experimentar con el sonido (obteniendo, insólitamente, la suspensión de cualquier vuelo de aviones supersónicos por tres semanas, mientras durara el rodaje) y su particularidad se asienta en el convencimiento de su director de que Schönberg había escrito una partitura antisionista, opuesta a la creación de un Estado judío en Palestina, convirtiendo, así, al inquieto compositor, en un representante intelectual de la Utopía en su estado más puro.   


La última cena (Tomás Gutiérrez Alea, 1976)

Tomás Gutiérrez Alea filma un pasaje ficticio, que también pudo ser histórico, situado en la Cuba del Siglo XVIII. Un Conde (Nelson Villagra), dueño de una plantación de caña de azúcar, un Jueves Santo, asume el papel de Jesucristo, reúne a doce esclavos y los somete al acto del pediluvio.  

La extravagancia del conde tiene como motivo la justificación de la esclavitud, a través de parábolas bíblicas que va desgranando entre los siervos, a quienes trata de convencer de que el Cielo se gana estoicamente, pero sin filosofía, sometiéndose a una resignación dolorosa (literalmente), y soportando los modos estrictos del capataz. Los esclavos, cuya ignorancia e ingenuidad reflejan la de muchos santos históricos, oscilan entre el asombro y los deseos de entregarse a dos días de asueto: el Jueves y el Viernes Santos. Pero las cosas toman otro rumbo y todo se convierte en un baño de sangre, cumpliéndose con esto el remedo de otra Última Cena en la que el poder resulta beatificado y los débiles expulsados de un, siempre lejano, paraíso.


La Semana Santa entre los mayos (Saúl Serrano, Gonzalo Martínez Ortega, 1980)

Se trata de una pieza importante del cine documental, con la “Teshuinada, Semana Santa Tarahumara” (1979) de Nicolás Echevarría, que documenta el sincretismo religioso ocurrido en el grupo indígena Mayo, dentro del proceso de destrucción de su cultura y el de evangelización jesuita en su territorio. Los Mayos, asentados al sur de Sonora, y que fueron agrupados en torno a las misiones jesuitas del Siglo XVI, introdujeron nuevos cultivos en su dieta, aprendieron a criar animales traídos de Europa y asimilaron algunos de los rasgos del cristianismo a su cosmovisión. Con la expulsión de los Jesuitas en el Siglo XVIII, sufrieron la invasión de terratenientes, contra los que lucharon tenazmente, hasta ser perseguidos por el mismo gobierno hacia fines del Siglo XIX. La incorporación del grupo indígena en las filas revolucionarias obregonistas les valió obtener concesiones territoriales, bajo el régimen ejidal. Ya asentados en sus nuevas posesiones, los Mayos reinterpretaron las enseñanzas jesuitas en conjunción con los aspectos propios de su cultura, en una amalgama única.

Vemos a los danzantes interpretando “al Pilato” (a caballo) y a “los fariseos” (los enemigos de Dios), que van de casa en casa, pidiendo dinero para realizar la fiesta. Pilato, cubierta la cabeza por un velo negro, envía a su ejército de fariseos a prender al Cristo. Las niñas, como la Virgen enlutada, visten de negro al momento de trasladar la imagen del Cristo al Santo Sepulcro. El Sábado de Gloria los fariseos se despojan de las máscaras, las arrojan al suelo y queman en una hoguera, han perdido ante el poder de Dios. El mal ha sido vencido. Los Matlachines danzan en la iglesia y los pascolas y la danza del venado (en cuyo origen había un acto propiciatorio para la lluvia), se ejecutan en la calle. Instrumentos musicales europeos, arpas y violines, acompañan a los cascabeles y tambores prehispánicos. El Domingo de Resurrección niños vistiendo como ángeles mayos, poco parecidos a las representaciones occidentales de los mismos, anuncian a la Virgen la resurrección de su hijo.

De esta manera, para los Mayos, el mundo ha sido rehecho.


Jesus Camp, Soldados de Dios (Jesus Camp, Rachel Grady y Heidi Ewing, 2006)

El mismo año que Al Gore ganaba el Premio de la Academia por su documental “Una verdad incómoda” (An Inconvenient Truth, Davis Guggenheim), el documental de las directoras Rachel Grady y Heidi Ewing presentaba otro aspecto sumamente inquietante de la realidad americana, que amenaza con invadir el mundo: el de la manipulación de las mentes infantiles a favor de una cruzada cristiana, tan agresiva e inquietante, como la Guerra Santa musulmana contra la que, en parte, pretenden combatir.

Situado en Dakota del Norte, la función de este “Campamento de Jesús”, (“Kids on Fire Summer Camp”, como se lo denomina en inglés) bajo el credo cristiano evangélico, intenta transformar en "soldados cristianos del ejército de Dios” a niños de pocos años de edad. El documental comienza con las opiniones de Mike Papantonio, comentarista de la radio, abogado y autor, que lamenta el hecho de que se viole continuamente el estado laico a favor de una ideología cristiana con un cimiento claramente político: los niños, así adoctrinados, no sólo formarán parte de unas huestes fundamentalistas, sino que se volverán futuros políticos de la derecha estadounidense, anti abortistas, creacionistas y completamente intolerantes con aquellos no cristianos, o cristianos que no profesen su agresiva ideología.

El metraje recorre el acontecer en el campamento de Becky Fischer, la optimista pastora pentecostal que experimenta episodios de glosolalia (“hablar en lenguas”), en la que los niños se entregan a prácticas que culminan en muestras de la más pura histeria colectiva: llantos extasiados, brazos levantados, suplicando perdón por todos los pecados que un niño pudiera cometer en una vida que tan sólo alcanza una edad de seis años. Escuchamos el testimonio de una mujer que ha optado por educar a sus hijos en casa y que, entre sus enseñanzas, se cuentan las de inculcar a los niños que el Calentamiento Global es una falacia científica y el Darwinismo una herejía. Conocemos al predicador Ted Haggard, confiado en rescatar al pueblo americano para Jesús, aunque, al poco de exhibirse el documental, se viera envuelto en el escándalo, al descubrirse su adicción a las metanfetaminas y al sexo pagado a hombres. En palabras de todos estos predicadores, el mundo está enfermo y necesita una limpia a través de la “palabra” de Jesús.

Rodado de manera imparcial, reflejando solamente el punto de vista de los sujetos documentados y no el de sus realizadoras, “Jesus Camp, Soldados de Dios”, repulsiva y alarmante, claro antecedente de la “Era Trump” y la Posverdad, bien podría pasar por una película de terror, situada en un mundo alterno, donde la libertad de pensamiento ha sido erradicada y la deshumanización va emparejada a la maduración precoz en medio de una “guerra” contra el resto de la humanidad. Tal vez lo más perturbador de este documento, tan temible como necesario, sea el enterarnos que, tras su limitado estreno, el campamento de Becky Fischer fue cerrado, aunque ella no supo comprender la razón de que esto sucediera. 


Colofón

Religióculo (Religulous, Larry Charles, 2008)

Bill Maher, el antirreligioso humorista estadounidense para la Cadena HBO, presenta una sátira de las religiones a través del título de este documental, resultado de fusionar las palabras “Religion” con “Ridiculous”. La película comienza con Maher en medio de las ruinas de Megido, en Israel, lugar donde algunos sitúan la Batalla del Apocalipsis, comentando que, en tiempos bíblicos, sólo Dios tenía la capacidad para destruir el mundo. Hoy en día esa capacidad divina ha sido trasladada al hombre. Con este comienzo alarmante, pero también estimulante, toda una invitación a la reflexión, Maher, pro científico, ofrece un repaso a la irracionalidad religiosa:

“Creo sinceramente que la religión es perjudicial para el progreso de la humanidad. Les están vendiendo un producto invisible. Es demasiado fácil. Estas preguntas como qué pasa cuando mueres, espantan tanto a la gente que son capaces de inventar cualquier cosa y aferrarse a ella. Cosas que ellos saben que no pueden ser real, gente que fuera de ese tema son racionales con todo lo demás y, al mismo tiempo creen que los domingos beben la sangre de un dios de dos mil años de antigüedad”.

No faltan los chistes, propios de sus rutinas de comedia: “Mi mamá es judía y mi papá católico. Esa es la verdad. Me criaron formalmente católico, aunque reconozco que la mente judía se asomaba aun en el sistema católico. Les daré un ejemplo: Solíamos ir a confesión y yo llevaba un abogado. Bendígame Padre porque he pecado, creo que ya conoce al Señor Cohen…”.

Maher, cuyo único pecado es la sinceridad (“promuevo la religión de la duda”), se burla de todos y de todo, del ex satanista que llevaba los bolsillos forrados de dinero y manejaba cientos de mujeres pero que, ahora que se supone “salvado”, tiene dificultades para expresarse y se dedica a conducir un tráiler; de un genetista (del Proyecto Genoma Humano) que se dice creyente “porque hay pruebas abrumadoras” de la existencia de Jesús; del reverendo (que no posee títulos académicos, pero prefiere que se dirijan a él como “doctor”) con zapatos finos y anillos de oro pero no puede citar de memoria el versículo de Mateo 19:24; visita el supuesto emplazamiento de Sodoma y Gomorra, haciendo el comentario:  “Eran lugares muy locos, lo que sucedía en Sodoma se quedaba en Sodoma”; del ex judío (miembro de “Judíos por Jesucristo”) que vende iconos religiosos a precios exorbitantes; pone en predicamento a un Senador (que maneja realmente al país) que no tiene idea de por qué cree en lo que cree; visita el Museo de la Creación (construido a un costo de 27 millones de dólares), donde usan criaturas animatrónicas para “demostrar” que existieron dinosaurios y seres humanos al mismo tiempo y no como indican los evolucionistas; pasando por la entrevista a los sensatos sacerdotes católicos en el Vaticano, que pugnan por hacer entrar la Iglesia al Siglo XXI, hasta el gran negocio que representan los espectáculos sobre la Pasión y Muerte de Jesucristo y la Cienciología; un par de ex Mormones, muertos socialmente para el grupo al que pertenecían, por poner en evidencia sus defectos; judíos que tratan de pasar por encima las prohibiciones del Sabbat mediante curiosos, como ridículos inventos, hasta los musulmanes que dicen predicar una religión pacífica y mucho más. Maher hace una reflexión, mientras señala a sus espaldas el misterioso Gigante de Cerne Abbas, en Dorchester, Inglaterra, una figura antropomorfa, trazada sobre la colina, con genitales masculinos exacerbados y que sostiene una cachiporra sobre la cabeza, que nadie sabe exactamente en qué siglo fue realizado ni su significado , diciendo:

“Tiene la forma de un hombre desnudo gigantesco, con una erección considerable, bueno, para el tamaño de Inglaterra. Algunos creen que hay un verdadero gigante enterrado debajo de ese monte, otros creen que tiene que ver con los círculos en el pasto, antiguos visitantes espaciales o druidas, pero nadie lo sabe realmente. Eso es lo que encuentro fascinante sobre esto, es que realmente no significa nada. Los locales lo han estado manteniendo por siglos y realmente no saben por qué. Sólo lo hacen porque siempre lo han hecho ¿y eso no es la religión para ustedes? A veces te arrodillas, a veces ayunas, y a veces subes a la montaña y cortas el pasto alrededor del pene espacial del gigante”.

Y Mehar concluye: “Las religiones deben morir para que la humanidad sobreviva.  La fe es hacer culto a la virtud de no pensar.”

El documental se revela como una letanía del humano desatino y pone en aprietos al espectador, que oscila entre el nerviosismo y la risa, a partes iguales, preguntándose en qué momento los entrevistados atacaran a golpes al inquisitivo y cáustico Maher, confrontándolos, a la vez, con sus propias convicciones.