Por Hugo Lara En los primeros años del siglo XX, muchos dudaban que el cinematógrafo pudiera desprenderse de su humilde origen ferial. Sin embargo, con la estela del aprendizaje, el cine encontró el cauce hacia la madurez tanto de su técnica como de sus medios expresivos. Con esto fue posible que, a partir de la Primera Guerra Mundial (1914-1918), se hallaran los nichos para el consumo masivo y, una vez consolidados los modelos industriales de producción, distribución y exhibición, se forjaran derroteros hacia propuestas creativas más refinadas. Desde entonces, el cine se ganó el apelativo de “Séptimo arte”. El nacimiento de un imperio Hollywood tiene el don de la ubicuidad. Para casi todos no merece mayor explicación lo que su nombre entraña: glamour, mujeres y hombres hermosos, aventuras, sueños, risas, llanto, chismes, en fin…tan simple o tan ancho como decir cine, según sea la lente con que se mire. El principio de esta formidable leyenda de nuestro siglo —a estas alturas, parece piadoso seguir haciendo “nuestro” al siglo que se desvanece— se debió a la coincidencia de varios talentos creativos y, desde luego, a visionarios empresarios que crearon el sistema de estudios. Sin duda alguna, entre el primer grupo figura David W. Griffith. Con él, el cineasta adquirió el título de artista. Hasta antes de su primera obra maestra, “El nacimiento de una nación” (1915) Griffith ya había filmado centenas de cortos que le habían permitido convertirse en un avezado realizador. Inspirado en las grandes épicas italianas, puso en marcha la primera superproducción hollywoodense sobre la guerra de secesión de Estados Unidos con un sesgo muy escabroso, pues no ocultó su punto de vista, partidario de los esclavistas sureños. No obstante, “El nacimiento de una nación” deslumbra por su aguda narrativa cinematográfica. Puede decirse que su mejor atributo reside en que es una obra consciente de sus recursos y su discurso. Pronto, su lección nutrió a otros cineastas del mundo, como se verá más adelante. De alguna manera, esta cinta puso la primera piedra del imperio hollywoodense, cuyo crecimiento sería sostenido hasta 1929, el año de la gran crisis. Para 1915, la guerra en Europa había medrado la producción de los países de aquel continente, de tal  modo que los norteamericanos se vieron favorecidos para impulsar, desde Hollywood, sus pautas cinematográficas. Uno de ellos el llamado “star system”, con el que varios actores y actrices se consagraron como auténticos ídolos: Mary Pickford se convirtió en “la novia del mundo”, mientras Gloria Swanson, Lillian Gish y Clara Bow en las mujeres más deseadas o imitadas por las clases medias y populares. Los varones por su parte fueron idealizados con los rostros y los cuerpos atléticos de Douglas Faribanks, Rodolfo Valentino y Ramón Novarro. Estas grandes figuras encarnaban a todo tipo de personajes, pues la oferta de géneros se había multiplicado para ampliar la identificación con los distintos públicos: aventuras, comedias urbanas y románticas, dramas épicos e históricos, comedias burlescas, etcétera. Además, muchos directores de la época ejercieron con lucidez las exigencias de este esquema, como lo mostró Fred Niblo en “La marca del Zorro” (1920); Cecil B. DeMille en “Rey de reyes” (1927), o Rex Ingram en “El árabe” (1924), entre otros. Chaplin y las comedias burlescas Si hay un símbolo solar del cine mudo —y uno de los del cine en general— es Charles Chaplin. Ninguno como él logró crear una aureola de mito y de genio que pudo cautivar al mundo entero, incluso después de la llegada del sonido al cine. La perfección que logró con su célebre personaje “Charlot” —el simpático hombrecillo de bigote de cepillo y sombrero de bombín— se puede definir como una larga espiral que entrevera la melancolía y la diversión. Chaplin dirigió sus mejores películas, muchas por cierto, a partir de 1914, cuando ya se había establecido en Hollywood. Fue un auténtico hombre-orquesta pues lo mismo actuaba que escribía, dirigía y producía. En su haber se cuentan varias obras maestras como “El chico” (1921) y “La quimera del oro” (1925). Otros brillantes comediantes como Buster Keaton, Harold Lloyd y Harry Langdon, cosecharon en su momento mucho éxito, aunque menor al de Chaplin. Cada uno de ellos logró moldear su propio estilo con magníficos resultados. Keaton, por ejemplo, creó un personaje de rostro pétreo y, con él, logró realizar algunas obras maestras como “La general” (1927), aunque el reconocimiento a su genio ocurrió tardíamente. Los avances del cine europeo Hacia 1920 el cine europeo intentaba recuperarse de los estragos provocados por la guerra mundial, mientras el dominio de Hollywood se extendía con rapidez. Aún así, el cine francés logró un nuevo auge gracias a directores renombrados como Jean Epstein (El hudimiento de la casa Usher, 1928), Abel Gance (Napleón,1927) y Rene Clair (Entreacto, 1924), entre otros. Muchos de éstos pertenecían a las corrientes de avant-garde, estrechamente vinculadas a las nuevas propuestas intelectuales y estéticas que se impusieron en el periodo de entre guerras. Por otra parte, el cine escandinavo, especialmente el de Suecia y Dinamarca, se ubicó como una de las zonas neurálgicas del cine europeo, a través de realizadores como el danés Carl Dreyer y los suecos Víctor Sjöstrom, Benjamin Christensen y Mauritz Stiller, quienes asimilaron con destreza los avances técnicos y expresivos del cine, para plantear intensas reflexiones sobre la interioridad humana. En Alemania, en tanto, se alentó un cine de reivindicación nacionalista que dio paso a una de las corrientes más importantes de la década de los veinte, el expresionismo, ya manifestada anteriormente en la literatura, la pintura y el teatro. Los expresionistas buscaban plasmar la mirada subjetiva para hurgar en el lado oscuro de la realidad, al modo de “El gabinete del doctor Caligari” (1920), de Robert Wiene, y “Metrópolis” (1927), de Fritz Lang. En la naciente Unión Soviética, erigida luego de la revolución de 1917, varios cineastas comenzaron a hacer un cine dinámico cifrado en la convicción de que se estaba alumbrando una nueva sociedad. Con “El acorazado Potemkin” (1925), Sergei Eisenstein se reveló como uno de los genios de esa época y uno de los primeros maestros del montaje. Otros directores también participaron en la creación de un cine de compromiso social y de audacia estética, aunque la bonanza del cine soviético languidecería cuando Stalin arribó al poder para instaurar un régimen autoritario que sólo promovería al cine panfletario. Pioneros del cine mexicano El cinematógrafo llegó a México en 1896, apenas unos meses después de que los hermanos Lumière lo presentaron en París. El ingeniero Salvador Toscano adquirió un equipo de filmación y casi inmediatamente produjo las que se consideran las primeras películas nacionales. Durante la época silente, el cine mexicano fue un conjunto de esfuerzos aislados que no dieron forma a una industria verdadera. Aún así, los cineastas mexicanos ensayaron con las dos grandes vertientes génericas: primero, la documental, que, con la revolución se especializó en los reportes de los distintos frentes de batalla, con resultados bastante decorosos a cargo de realizadores como Jesus H. Abitia, los hermanos Alva y el mismo Toscano. Por lo que respecta a la ficción, los logros fueron modestos, cuya cima fue marcada por “El automóvil gris” (1919), de Enrique Rosas. Lo mejor estaría por venir después de la llegada del cine sonoro.