Artículos públicados originalmente en la Revista CInemanía (México) en 1998-2000

Por Hugo Lara

Ningún otro invento como el cine ha incidido tanto en la vida de los hombres del siglo XX, al menos en lo que se refiere al ejercicio de imaginar, de provocar sueños y deseos colectivos o acceder a los pensamientos y a las ideas de otros, a las fantasías y reflexiones propias y ajenas. La luz del cine alumbró el paso a la creatividad y la sensibilidad hacia un caudal generoso: el poder de perpetuarse en el tiempo.

Una locomotora llamada cinematógrafo (1900-1914)

Thomas Alva Edison creó el kinetoscopio en 1894. Esta forma primaria del cine, que se veía de manera individual, fue perfeccionada en 1895 con el cinematógrafo de los hermano Lumiére, quienes inventaron la proyección sobre una pantalla blanca. Esta diferencia, en apariencia menor, hizo al cine susceptible para el consumo masivo y eso entrañó el nacimiento de un fabuloso espectáculo y negocio

Para 1900, el cinematógrafo ya circulaba por todo el orbe en manos de aprendices que jugaban con el nuevo artefacto. Esto favoreció el incipiente hallazgo de los recursos técnicos, la evolución del lenguaje visual y el descubrimientos de los géneros cinematográficos. Los modestos avances iniciales sirvieron para definirlo como un medio de entretenimiento con múltiples alternativas, que gradualmente lo libraron de su estigma de barato espectáculo de feria.

El cine había nacido como un instrumento capaz de testimoniar con fidelidad la realidad. Así, la vertiente documental lo dominó en su amanecer, a través de noticieros y reconstrucción de actualidades. Más temprano que tarde, esa supremacía fue vencida por la ficción y la puesta en escena, que se sirvieron de tres ases irresistibles para un público que aún veía a la novedad con ojos de niño: la fantasía, la aventura y la risa.

En ese orden, el francés George Méliès incursionó en el cine fantástico con “Viaje a la Luna” (1902). Su estilo ecléctico, sembrado de trucos de mago e ilusionista, le valió el mote del “alquimista de la luz”.  Poco después, Edwin S. Porter rodó “El gran robo al tren” (1903), que no es otra cosa sino el primer western, es decir, la expresión más pura y absoluta de la aventura fílmica. Por último la comedia, probada por los Lumiére desde “El regador regado”, aunque tuvo hasta 1905 un cómico que supo comprender al cine, el francés Max Linder, quien fabricó un personaje redondo cuyo humor resorteaba con ingeniosos gags visuales.

Fue el triunfo de las películas de ficción lo que marcó el rumbo para el desarrollo de la industria fílmica. La ficción demostró su rentabilidad ante un público ávido por la diversión, lo que permitiría el funcionamiento sostenido de todas las partes involucradas: fabricantes de película, productores, distribuidores y exhibidores. Hacia 1906 la transición del cine artesanal al de la producción en serie ya era dable gracias a empresarios como Charles Pathe, en Francia, y Edison, en Estados Unidos.

El film d’art y el cine histórico

El silencio del cine significó una enorme ventaja para su comercio, pues lo hacía un medio superior a cualquier barrera idiomática, inteligible para cualquier persona. En los filmes de ficción, la carencia del sonido fue salvada por el desarrollo de un tipo de actuación próxima a la pantomima. Además, los relatos se amparaban bajo una arquitectura dramática derivada de la novela y el teatro, en lo que respecta a la lógica narrativa y la noción espacio-temporal, lo que las hacía más simples para el auditorio.

No obstante, el cine tenía que madurar su propio lenguaje. Hacia 1908 una crisis demostró que el público se había cansado de las fórmulas rupestres y que, para asegurar el futuro del negocio, era necesario hacer obras más atractivas. Los franceses reaccionaron con cintas de más ambiciones estéticas y dramáticas. “El asesinato del duque de Guisa” (1908) fue uno de los primeros film d’art que buscaban enaltecer al cine con un carácter más serio. Además, otros probaron suerte con las series policiacas y de aventuras, al estilo de “Fantomas”.

Mientras tanto, las películas históricas permitieron un auge efímero de la cinematografía italiana, a partir de “Quo vadis?” (1912) cuyo éxito fue repetido por “Cabiria” (1913) y otras más. Éstas se basaban en la grandilocuencia y el derroche visual para dar cuenta de relatos épicos, a menudo sobre gestas grecorromanas. Con ellas, los italianos perfeccionaron la elocuencia de las imágenes mediante soluciones técnicas más refinadas. También, el rastreo de nuevas formas impuso definitivamente al largometraje en el gusto del público. Otro de los cauces del cine italiano fue el realismo, dramas truculentos que dieron pie al divismo, el culto a los actores que más tarde sería explotado por Hollywood. 

La génesis de Hollywood

La mayor parte de la producción norteamericana se llevaba a cabo en Nueva York y Chicago hasta 1908, cuando el productor W.N. Selig decidió mudarse a California para rodar un “Conde de Montecristo”, en una solitaria localidad llamada Hollywood. Pronto, su ejemplo fue seguido por otras compañías que vieron en ese lugar un paraíso para filmar durante todo el año, por las excelentes condiciones climáticas, la increíble naturaleza y el bajo costo de las tierras.

Uno de esos pioneros fue el director y productor Thomas H. Ince, que en los años siguientes, convirtió al western en uno de los pilares de la cinematografía hollywoodense. Ince fue de los primeros en orientar al cine en función de las ganancias económicas y, con ello, acuñó el sesgo de lo que se conocería como la “Meca del cine”.

En la génesis de Hollywood fue central Mack Sennett, quien en 1912 ya estaba instalado al frente de una compañía de cómicos de una hilarante extravagancia, cuyos cortometrajes, conocidos como “Keystone comedies”, tuvieron un arrastre extraordinario. Sennett, además, alentó a otros histriones destinados a brillar con luz propia, como Buster Keaton, Harold Lloyd, Harry Langdon y, sobre todo, un joven inglés que luego sería uno de los grandes mitos del cine de todos los tiempos, Charles Chaplin.

Para 1914, Hollywood aún se hallaba en ciernes, pues se afianzaría hasta terminada la Primera Guerra Mundial, con la disolución del monopolio de Edison y la consolidación de talentos como los de David W. Griffth, Mary Pickford y Douglas Fairbanks. Ellos, junto a otros empresarios, actores y directores, moldearía un sistema tan eficiente que pronto conquistaron al mundo con la promesa, siempre cumplida, de emocionarlo, divertirlo y conmoverlo.