Por Raúl Miranda

El cine fantástico y de terror fue cultivado por diversos realizadores mexicanos, casi todos olvidados, afortunadamente sólo durante algún tiempo, hasta que fueron recuperados para la memoria por seres especializados como José Xavier Návar. En algunas películas pueden encontrarse varios motivos de atracción, pero destaca el carácter localista de la adaptación de los mitos y moldes clásicos del género en cuestión. 

Los títulos del limbo nacional son: La llorona (1933, Ramón Peón), personaje de leyenda de la Colonia sobre la mujer suicida que vaga por la eternidad después de asesinar a sus hijos; El fantasma del convento (1934,  Fernando de Fuentes), reconocido como el primer clásico del cine fantástico mexicano, relato sobre la población fantasmagórica de un convento; Dos monjes (1934, Bustillo Oro), acerca de un triángulo amoroso contado desde dos puntos de vista; El misterio del rostro pálido (1935), también de Bustillo Oro, con una figura recurrente del fantástico mexicano y mundial: “el doctor o científico loco”; El jinete sin cabeza, pero no el de Tim Burton sino el de Chano Urueta, (1956); El ladrón de cadáveres (1956, Fernando Méndez), sobre un “científico” que trafica con cambios de cerebros entre vivos y muertos en el mundo de la lucha libre; La momia azteca (1957, de Rafael Portillo), traslación de los moldes clásicos del terror norteamericano sobre las momias egipcias a las leyendas y maldiciones precolombinas; El vampiro (1957, Fernando Méndez), cineasta que hasta entonces había destacado con melodramas y cintas de aventuras, y que logra en este filme la mejor aportación mexicana a la leyenda fílmica del tema; Macario (1959,  Roberto Gavaldón), fotografiada por Gabriel Figueroa, y que narra los tratos faústicos  de un miserable y hambriento leñador con la Muerte, en tiempos del virreinato durante el  siglo XVIII; Santo contra las mujeres vampiro (1962, de Alfonso Corona Blake), con Lorena Velázquez como sacerdotisa vampiro; El escapulario (1966, Servando González), historia de horror que acontece en el convento de Tepozotlán; Hasta el viento tiene miedo (1967), título mítico de Carlos Enrique Taboada sobre el horror sutil en un colegio de señoritas; El libro de piedra (1968), también de Taboada, versión nacional de Posesión satánica (Jack Clayton, 1961); Alucarda (1975), título palíndroma de Drácula sin la última “a”, dirigido por Juan López Moctezuma, relato enloquecido y extravagante, casi inscrita en ese curioso subgénero del “gore nuns” (monjas sexuadas y asesinas); Más negro que la noche (1975, Carlos Enrique Taboada), acerca de chicas sexys en vieja casa misteriosa; La tía Alejandra (1978, Arturo Ripstein), historia familiar de brujería y de magia; Veneno para las hadas (1984, Carlos Enrique Taboada), con niñas aprendices de brujas; La invención de Cronos (1993, Guillermo del Toro), ultrasutil filme vampírico; Sobrenatural (1996, Daniel Gruener), con Susana Zabaleta asolada en un edificio de departamentos del Centro Histórico por un demonio y un zombie; Kilometro 31 (2006, Rigoberto Castañeda), lograda actualización de la colonial leyenda de La llorona, ahora con las estrategias vanguardistas del cine de terror oriental.

Las realizaciones de Tod Browning y Terence Fisher, con sus correspondientes actores: el húngaro heroinómano  Bela Lugosi y el cruel y elegante Christopher Lee, en sus versiones de la Universal norteamericana y de la Hammer inglesa, respectivamente, oscurecieron la obra de Fernando Méndez, quien con un presupuesto muy reducido y una interpretación “alegre” de su actor/productor Abel Salazar, ofreció, como contrapartida, un fascinante filme no exento de sensualidad (en los personajes femeninos de Ariadna Welter y Carmen Montejo); todo un precedente de lo que luego haría Terence Fisher en sus acercamientos carnales al  mítico personaje de Bram Stoker y damas que lo acompañaban.

Hoy, la fantasía popular juvenil mexicana recupera la estética y lo ominoso, retoma la fuerza decadente de las obsesiones necrofílicas (el vampiro), el humanoide (Frankenstein) y la licantropía (El Hombre Lobo), todos esos bellos prototipos íncubos: las emotivas criaturas solitarias, las ignorantes víctimas de su destino sobre el cual no tienen ningún poder, los monstruos marginados por su condición en sí (como alegoría del clasismo de todo tipo). Los monstruos son los otros, casi parafraseando a Sartre, idea que sigue estimulando la eliminación, la insana destrucción del “otro”, del monstruo aprisionado, violentado y asesinado por los que sí son iguales: la intolerante alteridad nacional. En la Época de Oro del cine mexicano (Pedro Armendáriz, Dolores del Río, María Félix, Pedro Infante, Jorge Negrete, David Silva, Julio Bracho, Alejandro Galindo, Roberto Gavaldón, Ismael Rodríguez, Emilio Fernández, Gabriel Figueroa), los géneros predominantes eran el melodrama y las comedias rancheras, o películas sobre la Revolución Mexicana, mientras el cine de terror era casi inexistente. Sin embargo, en los años 50, pero específicamente de 1957 a 1966 (la mejor época del cine fantástico mexicano, según el cinemexicanofilo David Wilt), se hizo muy popular una serie de relatos terroríficos sobre vampiros y momias, con personajes como “Santo”, un profesional de la defensa del bien. Un título resalta y es especialmente memorable, El vampiro, de Fernando Méndez. El exitoso filme de Méndez (para los interesados en la obra toda de Fernando Méndez, Eduardo de la Vega Alfaro escribió un completo libro sobre este peculiar cineasta) propició una rápida continuación. En apenas seis meses el mismo equipo rodó una nueva historia, ahora llamada El ataúd del vampiro, de nuevo con el maléfico conde húngaro, ser vulnerable a la fotosensitividad, pero ahora situado en el medio urbano. El conde de Lavud, es llevado a un hospital por un “mad doc”, pero luego, una vez vuelto a la vida, el conde se refugia en otro espacio clave del cine de terror, un museo de cera (donde Carlos Ancira es el guía de los gabinetes de exhibición de instrumentos de tortura y pena capital de La inquisición); y luego a un teatro, con sus referencias a El fantasma de la ópera, donde hay números musicales como pesado lastre de muchas fórmulas del cine mexicano. Así, de cuando en cuando el conde Lavud resucitaba en el depósito de cadáveres de un hospital para volver a las mordidas de seductores cuellos femeninos, para regocijo de los que consideran el miedo como elemento vital.

Recomiendo el libro “El cine de horror en México”, de Saúl Rosas, editorial Saga, México, 2003.

Dir: Fernando Méndez Con: Germán Robles, Ariadna Welter, Abel Salazar, Yerye Beirute, Alicia Montoya, Carlos Ancira.